Se dice que el vermú llegó a Cataluña en el siglo XIX, supuestamente
desde Italia, y desde entonces se ha convertido en una bebida muy popular. A pesar del declive en su consumo durante algunas dédacas, la práctica
social de "ir a hacer el vermú”, que se realizaba entre la misa y el almuerzo, ha resurgido en los últimos años en una vertiente más laica y
urbanita. Así pues, os propongo, antes de sentarnos cómodos a la mesa, ir a hacer un paseo, o mejor dicho, un camino, el de la amargura.
Nuestro
recorrido imaginario tiene lugar al mediodía en una estación templada. Estamos en la Terra Alta,
concretamente, en Batea. El Sol todavía no está en el zenit, pero casi
hace desaparecer las sombras del arcos de la calle Mayor por donde
paseamos hasta la bodega Casa Mariol, la primera parada de nuestro
camino. Su vermú está envasado en una botella chata y
ancha, como un obús de los que se usaban en el Ebro durante la Guerra
Civil. Esto nos da una idea de su continente: un vino potente y
explosivo. Me sirvo sólo un tercio del vaso. Una de las serigrafías de
la botella me informa de que tengo permiso para rebajarlo con sifón,
pero desisto, me gusta sentir todo el sabor original. Y, efectivamente,
el obús me estalla al narices con su carga de ratafia (licor catalán). Para volver en sí, necesito unas patatas bravas, unos chicharrones o
un panecillo con jamón. Cuando me acostumbro al aroma y sabor de las nueces verdes que son muy evidentes en este vermú, pienso que no está mal para empezar este camino un proyectil tal calibre. Si a estas horas del mediodía uno todavía albergaba pereza, el Mariol no te la quita de cuajo.
Cruzamos el Ebro por Miravet con
el paso de la barca. La vista desde el castillo es impresionante como su
historia: una fortificación que ha superado todos los conflictos peninsulares.
Después, seguimos hasta Falset donde en la cooperativa centenaria nos espera el
vermú reserva. Con una receta antigua como las viñas de la comarca, nos
encontramos con un vermú de gala, nada de las botas rancias que repartían vino
a chorros como en las bodas de Caná. Este es un vermú señorial de olor de
tabaco y eucalipto para después de la misa. Lo tomo en el hostal Sport con unas
aceitunas maceradas con guindilla, unas chips y frutos secos de la zona.
Sin dejar ni una gota en el vaso,
marchamos hasta Reus, toda una tentación para hacer un descanso, pero como no
hay sesión matinal en el teatro modernista, prosigo algo más allá, hasta el Morell,
a medio camino entre la ciudad de Gaudí y Valls. Esta parada es la del conocidísimo
Yzaguirre, un vino merecidamente popular, pues es muy equilibrado y fácil como un Martini,
pero infinitamente mejorado y artesanal, además es dócil de beber y maridar.
Decido acompañarlo con unas banderillas, croquetas de setas y un poco de queso
tierno de cabra. Muy cerca, unos señores que cuecen calçots me dan un puñadito que
también marido con el vermú. No ligan del todo mal con el Yzaguirre, pero para
un aperitivo, preferiría su versión rebozada. Cabe decir que hay quien bebe vermú
incluso para comer, pero yo soy de los que no lo sirven cuando la mesa está ya
puesta. A pesar de que no hay ningún impedimento de peso para no hacerlo, yo me
aferro a mis ilógicas costumbres familiares de acabar con el vermú antes del
primer plato.
Ahora, dejamos la provincia de
Tarragona y cruzamos el Penedès sin pararnos en este recorrido. Una vez pasado los ríos Llobregat y Besòs que delimitan Barcelona, enfilamos hacia la comarca del Maresme, a una de las villas costeras
de la DO Alella, El Masnou, donde cuenta la leyenda había más de trescientos
capitanes que hacían la ruta con el Nuevo Mundo. Aquí, encontramos un vermú
centenario, el elaborado por Cisa a pie de playa. Buscamos un chiringuito donde
poder disfrutar de la brisa marina y las paisajísticas vistas de Barcelona que
nos ofrece la costa. El Cisa es muy suave pero en ningún caso pierde la
amargura. La mejor opción para él, y es no por sugerencia de la zona, son los
frutos de mar: berberechos, almejas y mejillones, mejor al natural o con limón
que en escabeche. Algo más fuerte de textura y sabor nos enturbiaría el placer del vino.
Dejo el diario bajo el servilletero
para no se vuele con la brisa y emprendo el camino hacia Barcelona. Esta
aventura desde el Ebro me recuerda a la de Antoni de Montpalau, el
legendario protagonista de Les histories
naturals, un clásico de la literatura catalana. En la capital no hay
bodegas productoras, claro que no, pero hay una constelación de bares donde ir
a hacer el vermú. Algunos hacen sus propias mezclas, otros los compran a granel
en las cooperativas, y también hay bares que te sirven lo que acabamos de degustar. Los bares
más interesantes para el vermú se encuentran en el Gótico y al Raval, hay mucho
donde rebuscar y elegir, a pesar de que la mayoría ya han sido ocupados por
hipsters. En el bar Montse, al lado del teatro Romea sirven uno de muy bueno, pero
hoy amarro en la Cala del vermú, en la calle Copons, cerca de la Catedral. Me
sirven en la barra, uno de la casa con hielo y limón que no me molesto ni en
preguntar la procedencia. Esta vez me lo beberé solo, sin maridar para no
rehuir la comida que me espera.
Pago la cuenta y me voy paseando para hacer un hueco al almuerzo, mientras, reflexiono sobre Hipòcrates quién se cree el verdadero
inventor del vermú envés del el italiano Antonio Benedetto Carpano. Creo más en
las propiedades medicinales del vermú (por las hierbas) que en la idea de enmascarar un vino malo
como hacía Carpano. Además, el vermú me transporta imaginariamente, como este
camino, a la forma de degustar el vino antiguamente, es decir, macerado y aromatizado,
justamente al contrario de cómo lo bebemos hoy en día: seco, limpio y medido en
aromas. Pienso que “ir hacer el vermú”, también, puede llegar a pensarse como
una forma social bien antigua, un lugar de reunión y discusión como una ágora
vinícola que vale la pena conservar como ritual, como mínimo, dominical.
Enlace a Mariol
Enlace a Yzaguirre
Enlace a la Coop de Falset
Enlace a Cisa
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